Abrió los ojos, rojos como demonios, tristes como los de un mastín, grandes y agradecidos como los de una vaca recién parida. Miró las caras y no las reconocía, no eran las mismas que antes le hablaban, ahora movían los labios pero no decían nada, rostros intrascendentes y patéticos, sin palabra y sin alma, como el suyo. Comprobó sin sorpresa que no había desaparecido aquel pequeño dolor, aquel desasosiego empalagoso, tan conocido, que lo había traído hasta aquí y se sintió contento. Vivo. Pidió otra copa porque todavía era pronto y al fin y al cabo era viernes.
Con el primer sorbo, supo que esa noche tampoco encontraría la redención y que, esta vez sí, dejaría de buscarla para siempre.
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